Bertha no sentía miedo a la
oscuridad. De niña, se metía debajo de las cobijas para crear su propio
universo de materia oscura. En cambio, Roberto, su hermano menor, jugaba a
recoger luciérnagas en el patio para meterlas en un frasco de vidrio y quedarse
dormido contemplándolas, hasta que aquella pila natural de luz se extinguía al amanecer.
Bertha era de cara redonda,
cabello negro y ojos tristes. La versión no cinematográfica de Matilda.
Roberto, tímido y preciso con la cauchera, era más bien escaso de carnes,
enjuto de rostro y de cabello castaño. Era tan distinto de su hermana, en el
empaque y el contenido, que le decían el hijo del lechero.
Y eso le molestaba a su madre,
Clemencia Potes, porque el lechero ----a quien conocía desde niño, muchísimo
antes de que le detectaran el síndrome de Werner--- era ahora un tipo macilento
y chupado, muy opuesto a su marido, Teobaldo Saa, un jornalero de brazos
fuertes, bigote negro y abundante, y una voz como de trueno con vientos
huracanados.
-
¡Bertha!, ----tronó una tarde Teobaldo --- ve
con Roberto por cagajón seco para hacer humo y espantar estos zancudos
-
¡Sí señor!
Para Roberto, la noche era un
abismo iluminado de luciérnagas. Para Bertha, la linterna de los dioses.
Ambos crecieron bajo el brazo
protector de sus padres. Ambos amaban la fragancia de las canangas en los atardeceres,
pero solo Bertha preguntaba insistente: ¿dónde está el interruptor para apagar esa
luna que no deja dormir?
-
No seas boba, le reclamaba Roberto.
-
No seré tan boba como para ser la hija de Emilio
Parga
El ahora ruinoso Emilio Parga a
duras penas cargaba sus cantinas de leche para la venta en un viejo triciclo,
trabajo que hacía desde muy chico. Todos los días, a eso de las 7 de la mañana,
cuando Teobaldo había marchado al trabajo, llegaba con la leche para los Saa
Potes. Nunca faltaron las dos botellas diarias, como tampoco las flechas
amorosas de Emilio a Clemencia.
-
Déjate de pendejadas, Emilio Parga, qué dirá la
gente. Soy una mujer casada, felizmente casada, le restregaba.
Pero la gente de los pueblos es
la gente de los pueblos, y esas fugaces visitas en la mañana, y las risitas
entrambos -como decían antiguamente- eran la comidilla de las vecinas asomadas
a las ventanas.
---- Si esas ventanas hablaran,
le advertían con cierta suspicacia las chismosas del vecindario al recio Teobaldo
Saa.
Una tarde, de regreso del
trabajo, Teobaldo encontró a su esposa sumida en la tristeza. Por más que la
inquirió, no supo decirle la verdad. No había verdad. Entonces, la tomó en sus
gruesos brazos de hombre y trató de animarla. Era lo que más quería ella de él.
Esa voluntad para consolarla, sin importar el qué.
A la mañana siguiente, Clemencia
Potes echó de menos a Emilio Parga. Nadie lo había visto pasar. Ni nadie dio
razón de su ausencia en todo el día, hasta la mañana siguiente, cuando todos
debieron tomar café negro. Lo hicieron sin chistar, aunque extrañados.
De camino al trabajo, Teobaldo se
topó con Rosalinda, mujer joven y dicharachera quien traía en sus manos una
carta para su esposa. Rosalinda se la entregó, diciéndole que lo sentía, que
iba de afán, que si le hacía el favor, a lo que Teobaldo no puso peros.
--- No te preocupes, prima, yo se
la doy, le dijo, guardándola en el bolsillo de su chaqueta.
En la tarde, ya en casa, Teobaldo
sacó la arrugada carta de su chaqueta, y tal como se la había entregado su
prima, así la devolvió a su esposa. Entonces fue la caja de pandora. Clemencia
no pudo contener las lágrimas.
Extrañado, Teobaldo le preguntó
qué pasa, y arrebatándosela de las manos supo esa verdad molesta, esa luz de la
luna sin interruptor que es la verdad.
En ella, Emilio contaba las
razones para acabar con su vida, su calamitosa enfermedad pero, sobre todo, el
amor que sentía por Clemencia y aquel fruto negado por años: el enjuto y
culichupao de Roberto, el hijo del lechero, experto tirador de cauchera.
Clemencia se arrodilló ante su
esposo, le pidió perdón, le besó los pies, trató de explicarle todo, del error
de haberle ocultado la verdad, de su silencio y sus miedos. Teobaldo, sin abrir
su boca, temblando de pies a cabeza, sin saber qué decir, la tomó del brazo, la
ayudó a incorporarse y la abrazó.
Luego, la miró fijamente a los
ojos, le secó las lágrimas y le dijo tiernamente que ya no importaba. Que
Roberto, el pequeño Roberto, al que todos llamaban el hijo del lechero, era su
hijo, porque así lo sentía. Y que eso era suficiente para perdonarla, si había
algo que perdonar.
Entonces lo colmó de besos, le
dio gracias a Dios por haberle dado a un hombre de sentimientos tan nobles y le
juró jamás volver a cometer los errores del pasado.
Una vez cayó la noche,
contemplando al pequeño Roberto con su hermana atrapar luciérnagas en los
pastizales que se extienden detrás de la casa, Teobaldo pensó en cómo contarle
a su esposa la otra verdad, la de que el hijo que esperaba la esposa de su
primo en realidad era de él.