EL PROFE PEPE PACHO

sábado, 11 de septiembre de 2021



Todo inició como 
por arte de magia

Quiero contarles que han pasado dos meses largos desde que me encerré en mi casa. No puedo salir al pueblo por temor a contagiarme del virus. En las mañanas, tomo el sol en el patio y aprovecho para darle una vuelta a mi cerdita. Todos los días le llevo comida y, mientras le doy de comer, pienso en cómo y cuándo será el regreso a la Escuela. Por ahora estoy ocupada realizando los talleres que envían los profesores y que mi mami va y recoge en la Escuela.

 El 18 de mayo pasado cumplí 11 años. No pudieron estar acompañándome muchos de mis familiares. Pero no me quejo porque estuvieron mis abuelos y mis padres, y eso me hizo sentir bien. Esta mañana oí en las noticias que se alargaba la cuarentena. Así murieron mis esperanzas de regresar pronto. Hoy solo le pido a Dios que nos proteja del bicho.

Gissel Ordóñez, Grado 7º


 

COMO LA SOMBRA EN LAS PAREDES

En la oscura soledad de la noche,

escucho un grito de llanto y sufrimiento.

 

Se avecina la tragedia;

un río de lágrimas es lo que puedo observar

de la amargura que deja

la muerte al cruzar.

 

En el oscuro horizonte

yace un terrible mundo

donde la única salida

es esconderse

debajo de las sombras.

Suplicar y llorar

por las almas

que se fueron

y las que pronto

se irán.

 

Las calles lucen

solitarias

en los amaneceres;

en los atardeceres,

la desesperación

crece en 

como las sombra

en las paredes.

 

By: Angie Natalia Embús Bernal, Grado 8.

 

 


UNA MAÑANA Y UNA TARDE ENTERAS

By: Francisco Quintero

En realidad llevo cuarenta días pensando qué escribir, cómo escribir. Qué contar de esta experiencia. Todos estos días me he preguntado cosas sobre lo que está pasando. Pienso que es un momento único en nuestras vidas, y no puedo dejar que pase, así, como si nada. Comprenderán. Tengo 57 años. Los cumplí hace nueve días. Nada de fiestas. Bueno, nunca ha sido así. Pero esta vez fue algo especial. Encerrado. Viendo pasar de vez en cuando a alguien a pie por la calle que da frente al balcón del edificio donde vivo. Así es todo el día, todos los días, hasta que la tarde se va tiñendo de noche; pasan las bandadas de loras, de garzas en forma de V que me hacen recordar a Salvador Gaviota. Al fondo la montaña, las primeras luces que anuncian que ya es de noche, el esfumado pito de un carro a lo lejos, la luz roja y azul del carro de la policía que patrulla las calles para hacer cumplir la cuarentena; nadie puede salir, esto parece un secuestro masivo. Nadie dice nada.


Bueno, la televisión dice muchas cosas; hay imágenes de cadáveres apilados en neveras, de gente muriéndose en los hospitales públicos conectados a respiradores, la mayoría gente mayorcita, como yo; de multitudes haciendo filas interminables en los cementerios para enterrar a sus seres queridos, de morgues y funerarias que no dan abasto. La mayoría de los muertos son abuelitos, pero dicen que también ha matado a jóvenes. Y algunos recién nacidos. Esto es aterrador. Y pasa aquí en la cuadra del barrio de clase media en Palmira, al sur de Colombia, donde vivo; también en Asia, en aldeas africanas, en mega-urbes como Nueva York, en capitales como Madrid o Roma. En Londres hasta la reina Isabel, que por estos días cumplió 94 años, tuvo que salir a refugiarse en su mansión campestre, lejos de la ciudad.  Ahora mismo el primer ministro británico Boris Johnson ha sido internado en una UCI londinense. El mismo que quiso burlarse de lo que llamó: “gripita”. Ya van más de 200 mil muertos en el mundo entero por la “gripita”. Y serán millones, según el pronóstico de los expertos. Y continuará matando por años, según esos mismos. Hasta que no hallen una vacuna.


Mi mujer ha pegado un grito. Mientras hacía teletrabajo en la sala algo entró por la ventana panorámica que da al balcón, y se ha asustado. Yo salí corriendo del estudio para mirar qué pasaba. Ni idea de lo que me iba a encontrar. ¡Pobrecito!, gritaba ella. Y sí, lo vi, acezando, tirado en el piso de nuestra sala. Apenas me miraba de reojo. Suplicante. Pidiendo perdón. Hablando en su idioma. Qué se yo. Entonces como vi que daba bandazos sobre el piso de porcelana decidí quitarme la camisa para atraparlo. Era un loro australiano. Leí en un diario digital que muchas personas, tras haber perdido sus trabajos, escasamente tienen para comprar el alimento de la familia. Entonces han botado a la calle a sus mascotas: perros, gatos, pájaros, micos, iguanas (¡¿será por eso que hay tanta fauna silvestre en las calles de nuestras ciudades!?, me pregunté. Supuse que este pobre lorito, de un añil desteñido, ha sido liberado de su jaula porque sus dueños no tienen para el alpiste. ¿Qué vale una libra de forraje para pájaros? No tengo idea. Pero entonces –me dije, no se lo conté a mi esposa- hemos llegado a una miseria absoluta. Eso ha de valer menos que una hebra de cebolla larga, pero la gente ya no tiene ni para eso. ¡Qué van a tener para la comida de un loro australiano! De razón las ventanas y puertas de miles de viviendas en todo el país se han ido tiñendo  de trapos rojos. Las bayetas rojas se han convertido en un llamado de auxilio (¿Qué dirán los toros?). Y a medida que transcurre el tiempo, ha dejado de aparecer en casitas humildes de ciudades y campos para irrumpir en ventanas de edificios de clase media. Quién lo creyera. La geografía de nuestras miserias se ha teñido de rojo.

 

*****

 Palmira, Abril 28 de 2021

viernes, 19 de febrero de 2021

 

CÁLLAME SI PUEDES













Siento que el tiempo

avanza como máquina depredadora.

Que el reloj corre más aprisa,

y el cuerpo se desgasta.

Que hay más muertos que vivos,

y más puñaladas que besos.

Que la lluvia es más escasa,

Y más ácida la vida.

 

Siento que el viento

ruge como fiera acorralada,

que los ojos no ven

lo que el corazón siente.

Que el amor es efímero,

como fugaces las estrellas.

La indolencia es atroz

como inhumana la ignorancia.

 

Siento que corremos hacia un abismo,

Y el abismo mismo

Hacia otro abismo.

Que no hay fondo

ni techo en esta vida,

y la vida misma

un precipicio

donde duermen silentes

los prejuicios....

 

PALMIRA, FEBRERO 19 DE 2021.

 

 

martes, 12 de enero de 2021

 

Una noche decidí contarte un cuento y escribirte un poema.
Te reinventé para la vida.
Para mi vida.
Te creé con alas y ojos como aguas de termal.
Puros y tibios.
Te hice tersa como una escultura de mármol.
Te puse letras en vez de voz.
Te esculpí transparente para que nadie te viera.
Eres agua.
O río.
O espejo.
O ilusión.
No sé.
Pero te hice a imagen y semejanza.
Y te besé en la oscuridad.
Y el beso te dio vida.
Y al darte vida recobré el ayer.
Y me hice hoy.
Y me imaginé el mañana.

Palmira, Enero 12 de 2021.



 
MIEDO

















Tengo miedo

de besarte y

no encontrar tu boca.

 

Miedo,

de abrazarte

y no sentir tu cuerpo

 

Miedo,

de llorar

y oír que río.

 

Miedo,

de mirarte

y no encontrarte.

 

Tengo miedo

del miedo

que no es miedo.

 

Miedo

de ver llover

y corren los ríos secos…

 

Miedo

de encender la luz

y apagarse las estrellas.

 

Miedo

a la oscuridad

que se hace día.

 

Tengo miedo

de perderte,

teniéndote.

 

Miedo.

 

jueves, 15 de octubre de 2020

EL TIEMPO DE LA PESTE

POEMARIO

EL SOL SIGUE SALIENDO

  • Muñeca en la playa. Foto: Juan Pablo Quintero

El sol ha salido como siempre,

asomando sus ojos grandes amarillos

por encima de esa montaña

bajo cuya sombra duermo…

 

Casi junto con la salida de

mi hermano el sol,

las noticias caen como

bombas atómicas

sobre mi cabeza…

 

Ya casi nadie se ve las caras.

Los niños guardan silencio

tras puertas y ventanas.

 

Parece que el mundo sucumbe

a la pandemia, y todos

miramos perplejos.

 

¿Se acabará esto algún día?

No sé, dice mi padre ya muerto…

 

Pero el sol seguirá saliendo,

con sus ojos grandes,

por encima de la montaña

bajo cuya sombra duermo…

 

Francisco Quintero / Palmira, 05-18-2020

sábado, 3 de octubre de 2020

RINCÓN DEL CUENTO

 

FRANCISCO QUINTERO

  Un café negro 

Bertha no sentía miedo a la oscuridad. De niña, se metía debajo de las cobijas para crear su propio universo de materia oscura. En cambio, Roberto, su hermano menor, jugaba a recoger luciérnagas en el patio para meterlas en un frasco de vidrio y quedarse dormido contemplándolas, hasta que aquella pila natural de luz se extinguía al amanecer.

Bertha era de cara redonda, cabello negro y ojos tristes. La versión no cinematográfica de Matilda. Roberto, tímido y preciso con la cauchera, era más bien escaso de carnes, enjuto de rostro y de cabello castaño. Era tan distinto de su hermana, en el empaque y el contenido, que le decían el hijo del lechero.

Y eso le molestaba a su madre, Clemencia Potes, porque el lechero ----a quien conocía desde niño, muchísimo antes de que le detectaran el síndrome de Werner--- era ahora un tipo macilento y chupado, muy opuesto a su marido, Teobaldo Saa, un jornalero de brazos fuertes, bigote negro y abundante, y una voz como de trueno con vientos huracanados.

-          ¡Bertha!, ----tronó una tarde Teobaldo --- ve con Roberto por cagajón seco para hacer humo y espantar estos zancudos

-          ¡Sí señor!

Para Roberto, la noche era un abismo iluminado de luciérnagas. Para Bertha, la linterna de los dioses.

Ambos crecieron bajo el brazo protector de sus padres. Ambos amaban la fragancia de las canangas en los atardeceres, pero solo Bertha preguntaba insistente: ¿dónde está el interruptor para apagar esa luna que no deja dormir?

-          No seas boba, le reclamaba Roberto.

-          No seré tan boba como para ser la hija de Emilio Parga

El ahora ruinoso Emilio Parga a duras penas cargaba sus cantinas de leche para la venta en un viejo triciclo, trabajo que hacía desde muy chico. Todos los días, a eso de las 7 de la mañana, cuando Teobaldo había marchado al trabajo, llegaba con la leche para los Saa Potes. Nunca faltaron las dos botellas diarias, como tampoco las flechas amorosas de Emilio a Clemencia.

-          Déjate de pendejadas, Emilio Parga, qué dirá la gente. Soy una mujer casada, felizmente casada, le restregaba.

Pero la gente de los pueblos es la gente de los pueblos, y esas fugaces visitas en la mañana, y las risitas entrambos -como decían antiguamente- eran la comidilla de las vecinas asomadas a las ventanas.

---- Si esas ventanas hablaran, le advertían con cierta suspicacia las chismosas del vecindario al recio Teobaldo Saa.

Una tarde, de regreso del trabajo, Teobaldo encontró a su esposa sumida en la tristeza. Por más que la inquirió, no supo decirle la verdad. No había verdad. Entonces, la tomó en sus gruesos brazos de hombre y trató de animarla. Era lo que más quería ella de él. Esa voluntad para consolarla, sin importar el qué.

A la mañana siguiente, Clemencia Potes echó de menos a Emilio Parga. Nadie lo había visto pasar. Ni nadie dio razón de su ausencia en todo el día, hasta la mañana siguiente, cuando todos debieron tomar café negro. Lo hicieron sin chistar, aunque extrañados.

De camino al trabajo, Teobaldo se topó con Rosalinda, mujer joven y dicharachera quien traía en sus manos una carta para su esposa. Rosalinda se la entregó, diciéndole que lo sentía, que iba de afán, que si le hacía el favor, a lo que Teobaldo no puso peros.

--- No te preocupes, prima, yo se la doy, le dijo, guardándola en el bolsillo de su chaqueta.

En la tarde, ya en casa, Teobaldo sacó la arrugada carta de su chaqueta, y tal como se la había entregado su prima, así la devolvió a su esposa. Entonces fue la caja de pandora. Clemencia no pudo contener las lágrimas.

Extrañado, Teobaldo le preguntó qué pasa, y arrebatándosela de las manos supo esa verdad molesta, esa luz de la luna sin interruptor que es la verdad.

En ella, Emilio contaba las razones para acabar con su vida, su calamitosa enfermedad pero, sobre todo, el amor que sentía por Clemencia y aquel fruto negado por años: el enjuto y culichupao de Roberto, el hijo del lechero, experto tirador de cauchera.

Clemencia se arrodilló ante su esposo, le pidió perdón, le besó los pies, trató de explicarle todo, del error de haberle ocultado la verdad, de su silencio y sus miedos. Teobaldo, sin abrir su boca, temblando de pies a cabeza, sin saber qué decir, la tomó del brazo, la ayudó a incorporarse y la abrazó.

Luego, la miró fijamente a los ojos, le secó las lágrimas y le dijo tiernamente que ya no importaba. Que Roberto, el pequeño Roberto, al que todos llamaban el hijo del lechero, era su hijo, porque así lo sentía. Y que eso era suficiente para perdonarla, si había algo que perdonar.

Entonces lo colmó de besos, le dio gracias a Dios por haberle dado a un hombre de sentimientos tan nobles y le juró jamás volver a cometer los errores del pasado.

Una vez cayó la noche, contemplando al pequeño Roberto con su hermana atrapar luciérnagas en los pastizales que se extienden detrás de la casa, Teobaldo pensó en cómo contarle a su esposa la otra verdad, la de que el hijo que esperaba la esposa de su primo en realidad era de él.

Cerró los ojos al momento en que la amorosa Clemencia lo tomó por la espalda mientras contemplaba a sus dos pequeños hijos corretear en el patio trasero de la casa detrás de los cocuyos. Alzó la vista para mirar la luna, pero apenas percibió el aroma dulzón de las canangas en medio del humo para espantar los zancudos. 

José Francisco Quintero Carvajal

ELON MUSK CONQUER TOURISM SPACE