UNA MAÑANA Y UNA TARDE ENTERAS
By: Francisco Quintero
En realidad llevo cuarenta días
pensando qué escribir, cómo escribir. Qué contar de esta experiencia. Todos
estos días me he preguntado cosas sobre lo que está pasando. Pienso que es un
momento único en nuestras vidas, y no puedo dejar que pase, así, como si nada.
Comprenderán. Tengo 57 años. Los cumplí hace nueve días. Nada de fiestas.
Bueno, nunca ha sido así. Pero esta vez fue algo especial. Encerrado. Viendo
pasar de vez en cuando a alguien a pie por la calle que da frente al balcón del
edificio donde vivo. Así es todo el día, todos los días, hasta que la tarde se
va tiñendo de noche; pasan las bandadas de loras, de garzas en forma de V que
me hacen recordar a Salvador Gaviota. Al fondo la montaña, las primeras luces
que anuncian que ya es de noche, el esfumado pito de un carro a lo lejos, la
luz roja y azul del carro de la policía que patrulla las calles para hacer
cumplir la cuarentena; nadie puede salir, esto parece un secuestro masivo. Nadie
dice nada.
Bueno, la televisión dice muchas
cosas; hay imágenes de cadáveres apilados en neveras, de gente muriéndose en
los hospitales públicos conectados a respiradores, la mayoría gente mayorcita,
como yo; de multitudes haciendo filas interminables en los cementerios para
enterrar a sus seres queridos, de morgues y funerarias que no dan abasto. La
mayoría de los muertos son abuelitos, pero dicen que también ha matado a
jóvenes. Y algunos recién nacidos. Esto es aterrador. Y pasa aquí en la cuadra
del barrio de clase media en Palmira, al sur de Colombia, donde vivo; también
en Asia, en aldeas africanas, en mega-urbes como Nueva York, en capitales como
Madrid o Roma. En Londres hasta la reina Isabel, que por estos días cumplió 94
años, tuvo que salir a refugiarse en su mansión campestre, lejos de la
ciudad. Ahora mismo el primer ministro
británico Boris Johnson ha sido internado en una UCI londinense. El mismo que
quiso burlarse de lo que llamó: “gripita”. Ya van más de 200 mil muertos en el
mundo entero por la “gripita”. Y serán millones, según el pronóstico de los
expertos. Y continuará matando por años, según esos mismos. Hasta que no hallen
una vacuna.
Mi mujer ha pegado un grito.
Mientras hacía teletrabajo en la sala algo entró por la ventana panorámica que
da al balcón, y se ha asustado. Yo salí corriendo del estudio para mirar qué
pasaba. Ni idea de lo que me iba a encontrar. ¡Pobrecito!, gritaba ella. Y sí,
lo vi, acezando, tirado en el piso de nuestra sala. Apenas me miraba de reojo. Suplicante.
Pidiendo perdón. Hablando en su idioma. Qué se yo. Entonces como vi que daba
bandazos sobre el piso de porcelana decidí quitarme la camisa para atraparlo.
Era un loro australiano. Leí en un diario digital que muchas personas, tras
haber perdido sus trabajos, escasamente tienen para comprar el alimento de la
familia. Entonces han botado a la calle a sus mascotas: perros, gatos, pájaros,
micos, iguanas (¡¿será por eso que hay tanta fauna silvestre en las calles de
nuestras ciudades!?, me pregunté. Supuse que este pobre lorito, de un añil
desteñido, ha sido liberado de su jaula porque sus dueños no tienen para el
alpiste. ¿Qué vale una libra de forraje para pájaros? No tengo idea. Pero
entonces –me dije, no se lo conté a mi esposa- hemos llegado a una miseria
absoluta. Eso ha de valer menos que una hebra de cebolla larga, pero la gente
ya no tiene ni para eso. ¡Qué van a tener para la comida de un loro australiano!
De razón las ventanas y puertas de miles de viviendas en todo el país se han ido
tiñendo de trapos rojos. Las bayetas
rojas se han convertido en un llamado de auxilio (¿Qué dirán los toros?). Y a
medida que transcurre el tiempo, ha dejado de aparecer en casitas humildes de
ciudades y campos para irrumpir en ventanas de edificios de clase media. Quién
lo creyera. La geografía de nuestras miserias se ha teñido de rojo.
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Palmira, Abril 28 de 2021