EL PROFE PEPE PACHO

sábado, 3 de octubre de 2020

RINCÓN DEL CUENTO

 

FRANCISCO QUINTERO

  Un café negro 

Bertha no sentía miedo a la oscuridad. De niña, se metía debajo de las cobijas para crear su propio universo de materia oscura. En cambio, Roberto, su hermano menor, jugaba a recoger luciérnagas en el patio para meterlas en un frasco de vidrio y quedarse dormido contemplándolas, hasta que aquella pila natural de luz se extinguía al amanecer.

Bertha era de cara redonda, cabello negro y ojos tristes. La versión no cinematográfica de Matilda. Roberto, tímido y preciso con la cauchera, era más bien escaso de carnes, enjuto de rostro y de cabello castaño. Era tan distinto de su hermana, en el empaque y el contenido, que le decían el hijo del lechero.

Y eso le molestaba a su madre, Clemencia Potes, porque el lechero ----a quien conocía desde niño, muchísimo antes de que le detectaran el síndrome de Werner--- era ahora un tipo macilento y chupado, muy opuesto a su marido, Teobaldo Saa, un jornalero de brazos fuertes, bigote negro y abundante, y una voz como de trueno con vientos huracanados.

-          ¡Bertha!, ----tronó una tarde Teobaldo --- ve con Roberto por cagajón seco para hacer humo y espantar estos zancudos

-          ¡Sí señor!

Para Roberto, la noche era un abismo iluminado de luciérnagas. Para Bertha, la linterna de los dioses.

Ambos crecieron bajo el brazo protector de sus padres. Ambos amaban la fragancia de las canangas en los atardeceres, pero solo Bertha preguntaba insistente: ¿dónde está el interruptor para apagar esa luna que no deja dormir?

-          No seas boba, le reclamaba Roberto.

-          No seré tan boba como para ser la hija de Emilio Parga

El ahora ruinoso Emilio Parga a duras penas cargaba sus cantinas de leche para la venta en un viejo triciclo, trabajo que hacía desde muy chico. Todos los días, a eso de las 7 de la mañana, cuando Teobaldo había marchado al trabajo, llegaba con la leche para los Saa Potes. Nunca faltaron las dos botellas diarias, como tampoco las flechas amorosas de Emilio a Clemencia.

-          Déjate de pendejadas, Emilio Parga, qué dirá la gente. Soy una mujer casada, felizmente casada, le restregaba.

Pero la gente de los pueblos es la gente de los pueblos, y esas fugaces visitas en la mañana, y las risitas entrambos -como decían antiguamente- eran la comidilla de las vecinas asomadas a las ventanas.

---- Si esas ventanas hablaran, le advertían con cierta suspicacia las chismosas del vecindario al recio Teobaldo Saa.

Una tarde, de regreso del trabajo, Teobaldo encontró a su esposa sumida en la tristeza. Por más que la inquirió, no supo decirle la verdad. No había verdad. Entonces, la tomó en sus gruesos brazos de hombre y trató de animarla. Era lo que más quería ella de él. Esa voluntad para consolarla, sin importar el qué.

A la mañana siguiente, Clemencia Potes echó de menos a Emilio Parga. Nadie lo había visto pasar. Ni nadie dio razón de su ausencia en todo el día, hasta la mañana siguiente, cuando todos debieron tomar café negro. Lo hicieron sin chistar, aunque extrañados.

De camino al trabajo, Teobaldo se topó con Rosalinda, mujer joven y dicharachera quien traía en sus manos una carta para su esposa. Rosalinda se la entregó, diciéndole que lo sentía, que iba de afán, que si le hacía el favor, a lo que Teobaldo no puso peros.

--- No te preocupes, prima, yo se la doy, le dijo, guardándola en el bolsillo de su chaqueta.

En la tarde, ya en casa, Teobaldo sacó la arrugada carta de su chaqueta, y tal como se la había entregado su prima, así la devolvió a su esposa. Entonces fue la caja de pandora. Clemencia no pudo contener las lágrimas.

Extrañado, Teobaldo le preguntó qué pasa, y arrebatándosela de las manos supo esa verdad molesta, esa luz de la luna sin interruptor que es la verdad.

En ella, Emilio contaba las razones para acabar con su vida, su calamitosa enfermedad pero, sobre todo, el amor que sentía por Clemencia y aquel fruto negado por años: el enjuto y culichupao de Roberto, el hijo del lechero, experto tirador de cauchera.

Clemencia se arrodilló ante su esposo, le pidió perdón, le besó los pies, trató de explicarle todo, del error de haberle ocultado la verdad, de su silencio y sus miedos. Teobaldo, sin abrir su boca, temblando de pies a cabeza, sin saber qué decir, la tomó del brazo, la ayudó a incorporarse y la abrazó.

Luego, la miró fijamente a los ojos, le secó las lágrimas y le dijo tiernamente que ya no importaba. Que Roberto, el pequeño Roberto, al que todos llamaban el hijo del lechero, era su hijo, porque así lo sentía. Y que eso era suficiente para perdonarla, si había algo que perdonar.

Entonces lo colmó de besos, le dio gracias a Dios por haberle dado a un hombre de sentimientos tan nobles y le juró jamás volver a cometer los errores del pasado.

Una vez cayó la noche, contemplando al pequeño Roberto con su hermana atrapar luciérnagas en los pastizales que se extienden detrás de la casa, Teobaldo pensó en cómo contarle a su esposa la otra verdad, la de que el hijo que esperaba la esposa de su primo en realidad era de él.

Cerró los ojos al momento en que la amorosa Clemencia lo tomó por la espalda mientras contemplaba a sus dos pequeños hijos corretear en el patio trasero de la casa detrás de los cocuyos. Alzó la vista para mirar la luna, pero apenas percibió el aroma dulzón de las canangas en medio del humo para espantar los zancudos. 

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